Utoya: la matanza, paso a paso

Sin asomo de duda o compasión, el ultraderechista Anders Behring Breivik mató a 69 niños y adolescentes que el 22 de julio de 2011 acampaban en la isla noruega de Utoya. “Eran marxistas”, dijo para justificar sus crímenes. Con base en testimonios de sobrevivientes y en el expediente judicial del caso, en su libro Utoya –aún no traducido al español– el periodista francés Laurent Obertone describe cómo Breivik perpetró esta matanza que cimbró a la sociedad de Noruega.

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Artículo publicado en la edición del 13 de octubre de 2013 de la revista PROCESO

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BRUSELAS.- El 22 de julio de 2011, a las 17:18 horas, el ultraderechista de 32 años Anders Behring­ Breivik desembarca en la pequeña isla de Utoya, a 40 kilómetros de la capital noruega, Oslo, donde horas antes había hecho estallar un coche-bomba afuera de un edificio gubernamental, causando la muerte de ocho personas.

Vestido con el uniforme oscuro del servicio de policía, Breivik se presenta a la coordinadora del lugar y al vigilante –quienes lo reciben en el embarcadero– como el oficial Martin Nilsen, cuya misión, tras el atentado de Oslo, dice, es la de ocuparse de la seguridad de Utoya, donde en ese momento se realizaba un campamento de verano con 560 jóvenes y adolescentes de la sección juvenil del Partido Laborista Noruego.­

Breivik porta una pistola semiautomática Glock 34 y, en bandolera, un fusil de asalto Ruger Mini 14 calibre .223 Remington, disimulado bajo dos bolsas de plástico negras y equipado con miras láser y telescópica y bayoneta; además lleva un chaleco de operaciones tácticas atiborrado de municiones y cargadores, una mochila con un litro y medio de agua, una pistola Parabellum 9 milímetros, también con objetivo láser, y un Ipod.

En una voluminosa maleta negra, la cual el capitán de la embarcación le ayuda a descargar, lleva más de mil 500 balas, cargadores, una máscara antigás, guantes de látex, esposas, bombas de humo, bidones con combustible, material de primeros auxilios y alimento en barras. De su cuello cuelga una credencial falsa de policía y una cruz de San Jorge, roja y blanca, coronada con un yelmo y asentada en una calavera, la cual lo identifica como miembro de los Caballeros Templarios, su organización de extrema derecha.

Así comienza el relato que en el libro Utoya, publicado en agosto pasado, ofrece el periodista francés Laurent Obertone sobre la matanza de 69 jóvenes, casi todos ejecutados con disparos al rostro, cabeza y nuca.

Con base en testimonios de sobrevivientes y en una vasta documentación oficial –como el acta de acusación, el expediente de la investigación policiaca y las transcripciones de las audiencias de Breivik–, Obertone describe con toda crudeza y un estilo novelado cómo se desarrolló la matanza desde la perspectiva del multiasesino, condenado a 21 años de cárcel por tales crímenes.

En la narración de Obertone, Breivik decide actuar de inmediato porque teme ser descubierto cuando el vigilante, desconfiando de él, comienza a preguntarle por su distrito y el nombre de sus superiores en la policía. Breivik le dispara cinco balas por la espalda cuando se dirigían a la recepción, donde había prometido responder a los cuestionamientos.

Los hechos se encadenan velozmente. La mujer que iba con ellos intenta meterse al inmueble, pero antes recibe un balazo en la espalda. Breivik la remata. Dispara luego a otro vigilante desarmado, quien huía con los jóvenes por un camino de grava hacia el campamento principal. Se acerca a él y lo ejecuta.

Breivik se enfila al campamento en lugar de esperar en el embarcadero, como era su plan inicial. Afuera de una cafetería, al intentar huir, dos jóvenes y una mujer de 53 años son acribillados y después rematados.

–¿Qué estás haciendo? ¡Lo mataste! ¡Le disparaste! –le grita alguien, aterrado, asomado por la ventana de la cafetería.

Breivik explica que está ahí para protegerlos. Dispara en varias ocasiones contra las ventanas. No entra para no exponerse a un ataque colectivo y decide aproximarse al campamento colindante, donde lo observan unos 40 jovencitos, parados entre sus tiendas de campaña, paralizados y en silencio.

Le dispara en la cara a una joven de 17 años que se intentó acercar. La remata, como también lo hace con un muchacho de 16 años que intentó escapar de la cafetería y a quien primero le dio un balazo en el pulmón.

El ultraderechista comienza a disparar indiscriminadamente contra los campistas. Asesina a sangre fría a una niña de 15 años que ingenuamente se había guarecido en una tienda de campaña; hiere a siete personas. En la acción observa a un joven que huye de la cafetería y da instrucciones a otros. Lo ejecuta, después de impactarlo por la espalda.

 

“Los maté por ser marxistas”

 

Breivik se introduce al inmueble de varias salas donde se ubica la cafetería. Una veintena de jovencitos están inmovilizados contra el muro del salón pequeño. Ejecuta a una niña de 16 años. Algunos consiguen escapar. Una jovencita es empujada por otra que se tira al suelo. Las dos son tiroteadas. Los demás se esconden detrás de un piano. Les dispara en piernas y brazos. Le imploran que pare.

De pronto, la semiautomática se bloquea y el último casquillo cae al suelo. Breivik cambia tranquilamente el cargador. Sus víctimas rezan. Dispara a discreción detrás del piano y mata a tres jovencitas. De un gesto brusco retira el instrumento. Los heridos tratan de huir, pero un adolescente se lanza contra él y lo intenta desarmar. Breivik se lo quita de encima y descarga la Glock contra su atacante y contra otro jovencito. Ahí deja heridos a cinco más.

Al entrar a la gran sala, Breivik hiere a dos, mata a tres muchachitas que se agolpaban horrorizadas en una esquina y ejecuta a otra de 17 años, así como a un hombre debajo de un pupitre. Un jovencito de 16 años aparece mientras revisa el resto del inmueble: lo mata de seis disparos. Antes de salir del lugar, cierra la puerta “por respeto a los cadáveres”.

Breivik decide ir a buscar a quienes escaparon al bosque. Al atravesar el campamento mata con su fusil de asalto a una joven huyendo y a otro que salía de una tienda de campaña con audífonos en los oídos.

Desde lo alto de un sendero, observa a un grupo de jóvenes, algunos heridos fingen estar muertos; están pegados a una alambrada junto a un acantilado de varios metros de altura. Hiere y remata a dos que se levantan y a bocajarro ultima a otro, quien desde el suelo lo voltea a ver y le sonríe. Un muchachito, herido de la rodilla, intenta saltar la alambrada, pero una bala en la nuca lo detiene. Ejecuta a cuatro más. Sólo uno, baleado, logra sobrevivir de ese grupo.

Breivik sigue el camino de tierra y llega a una playa pedregosa invadida de maleza, donde recarga sus armas. Varios jóvenes se refugian en una senda natural formada en la pared rocosa o en sus cavidades, y otros tratan de esconderse en la espesura. Al verlo algunos se lanzan al gélido mar (después se encontrarían los cuerpos de un joven ahogado y de otro, fallecido por la caída). Breivik acribilla a cinco adolescentes de 14 a 18 años y hiere a ocho más mientras les grita que “todos se van a morir” y los llama “marxistas”.

Las piedras, resbaladizas, impiden a Breivik acercarse más a los jóvenes; regresa al camino. A lo lejos hay personas huyendo a nado. Les grita que “regresen”, que “se van a morir”. En eso se le aparece un hombre con el agua del mar a medio cuerpo. Le pide no disparar, con una voz que a Breivik le parece decidida y con un aspecto físico distinto al de un “izquierdista”. Breivik no lo mata y sigue su camino.

Se interna en los árboles. Abate a una muchacha y a un jovencito antes de arribar a una escuela construida sobre pilotes en un claro del bosque. Toca la puerta y advierte que es policía. Silencio. Tras descargar su arma dos veces sobre el vidrio de la puerta escucha gritos de pánico en el interior, pero decide no irrumpir: le preocupa que esté en marcha una evacuación y se quede solo para enfrentar a la policía, por lo cual regresa rápidamente al embarcadero.

Cuando llega observa algunas embarcaciones en las cuales huyen los jóvenes a la otra orilla, a 600 metros, donde se ven una patrulla y una ambulancia. Les vuelve a gritar que vuelvan, mientras les dispara. Algunos saltan al agua, pero están a más de 200 metros y su arma pierde precisión a más de 100.

 

Misión cumplida

 

Breivik toma un sendero en dirección al norte de la isla, donde hay una zona boscosa más accidentada. Se abastece de cargadores y lanza una bomba de humo a la recepción y otra a un almacén contiguo para distraer a la policía, pero no entra en el bloque destinado a los vigilantes, donde parecía haber gente, por temor a que ahí hubiera armamento.

Pasa a la cafetería a buscar sin éxito un encendedor con el cual prender los bidones de gasolina. Cruza un helicóptero. Se interna en el bosque y llama con el celular de una víctima a la policía, presentándose como “el comandante Anders Behring Breivik, del movimiento noruego de resistencia anticomunista”. Anuncia que está en Utoya y quiere rendirse. Como la persona que responde no reacciona, él cuelga.

Sobre la costa ultima a tres adolescentes agazapados tras una roca, después de que el gatillo de su fusil no respondiera porque había olvidado accionar el cargador. Poco después dispara mortalmente a una muchacha que se había internado 20 metros en el mar. En un voladizo del acantilado varios jóvenes se protegen: abate a tres de ellos y a un cuarto quien antes de ser acribillado pregunta por qué los está matando.

Una chica de 18 años irrumpe en la escena, corriendo se lanza al borde del mar, pero en el aire recibe una bala y se estrella en las piedras antes de ser rematada.

Camina sobre una ensenada, remonta una pendiente de rocas escarpadas y llega a un sendero. Llama nuevamente a la policía pero nadie le responde. En una hondonada, a unos 10 metros de Breivik, hay una cabaña. Les dice a los jóvenes que se asoman que deben salir rápido para ser evacuados, pues el asesino todavía está en Utoya. Le solicitan ver su credencial oficial y cuando cuatro de ellos salen y están a un metro de él para verificarla, los mata.

Detrás de la cabaña ejecuta a otros seis muchachos. Alguien le avienta a la cabeza un teléfono celular. Corre y dispara contra un grupo que huye a nado o se esconde entre las rocas. Regresa a la cabaña a recargar sus armas. Remata a un herido y a otros tres muchachos escondidos tras una roca.

Retoma el sendero que lo lleva a la punta de la isla más alejada del embarcadero, en el extremo oeste de Utoya, donde disfruta de la belleza del paisaje.

Al pie del sendero un grupo se cubre en un voladizo rocoso del acantilado. Breivik no puede descender lo suficiente y, como puede, dispara y hiere a dos muchachos. Observa una embarcación de rescate y teme estar en el objetivo de un tirador de élite. Decide emprender el regreso, cruzándose con montones de cadáveres.

A las 18:25 se comunica con la policía y pide ser transferido con el líder de las operaciones del grupo Delta.

“Estoy en Utoya (…) Cumplí mi misión, entonces quiero… rendirme”, anuncia.

Breivik pide que se comuniquen con él cuando pueda hablar con esa persona. Un helicóptero se inmoviliza a baja altura. Camina al punto sur de la isla donde hay varios jóvenes arrinconados entre arbustos y agua verdosa. En la orilla de enfrente se ven las torretas de patrullas y ambulancias, mientras lanchas van y vienen.

Se acerca preguntándoles si han visto al asesino, pero no responden. Mata a cuatro y hiere a cinco más. Un niño de nueve o 10 años le implora que no lo mate como a su papá. Breivik recuerda haberlo visto en la recepción cuando ultimó al vigilante.

Se le acerca y le acaricia el cabello; le dice que todo estará bien. El niño grita: “¡Él me ha salvado, él me ha salvado!”. No lo mata porque ronda un helicóptero de la televisora RNK y no quiere ser grabado asesinando a un niño. Decide ir al embarcadero por más municiones.

Le quedan nueve balas en el fusil y la Glock está vacía. A la altura de la escuela se encuentra con seis policías. Deja su fusil en el suelo y se aproxima. Le ordenan dejar sus armas. Alza los brazos. Les dice que no está contra ellos sino contra los laboristas y la islamización de Europa. Les sonríe. Un policía lo esposa una hora y 16 minutos después de su llegada a Utoya.