Sin tregua

Estaban los cinco a la mesa, Vladimir conversando con Aleksey, cuando Anne se levantó y fue a a sacar las chuletas del horno.
—¿Necesitas ayuda, mamá?—dijo Edwin desde el otro extremo de la mesa pero Anne ya había entrado en la cocina y no lo oyó.
—¿Y entonces qué hiciste?—preguntó Vladimir.
—Di un paso hacia el frente y le disparé—dijo Aleksey.
Vladimir echó la cabeza un poco hacia atrás y abrió la boca; los ojos se le salían de las órbitas, parecía un mandril estrangulado. —¿Y entonces?
—Seguía moviéndose—dijo Aleksey, asintiendo con la cabeza y sonriendo, como un corsario ebrio que ha hundido cien barcos—. Al final, me quedé en la nieve, tumbado de espaldas, el oso encima de mi.
Vladimir levantó su vaso con vodka y le sonrió a Edwin.
—Tu padre siempre tuvo la marca del cazador, de verdad, te lo digo. Desde el vientre de tu abuela. Cazador de la nieves. Invencible.
Hizo una pausa y chocó su vaso con el de Aleksey, luego se viró hacia su hija.
—Los osos, los pumas, los caribúes, todos le tenían miedo, Tanya. Y es que no había salida. Te cruzabas con él en el bosque o en la tundra o en la montaña y tu destino estaba sellado. Eras alfombra de sala.
—Y tu padre—lo interrumpió Aleksey—. Tanya, tu padre jugaba ajedrez hasta en sus sueños. Nadie conseguía ganarle.
Tanya soltó una risita. —¿De verdad?
Vladimir observó su vaso por un momento y exhaló.
—Eran otras épocas—dijo.
Aleksey murmuró algo ininteligible y los dos bebieron en silencio.
Vladimir cogió la botella y vertió más vodka en el vaso de Aleksey, luego en el suyo.
—Qué hermosa hija, tienes, Volodya—dijo Aleksey. Luego a su hijo:
— Edwin, dime si encuentras este tipo de belleza en Holanda.
Edwin no respondió; tenía la mirada fija en su tenedor. Aleksey aprovechaba cada oportunidad para hablar en ruso en casa, durante las reuniones con Vladimir, una, tal vez dos veces al mes, o cuando algún familiar de Rusia los visitaba.
Tanya se enderezó en la silla y bebió más cerveza; por el rabillo del ojo trató de observar la reacción de Edwin, luego se acomodó el cabello detrás de la oreja. Tenía las mejillas en llama, el cuello también, y lo blanco de su piel parecía un fondo ártico, glacial, casi hipnótico, y lo verde de sus ojos, lo tupido de sus cejas, contrastaba con la inocencia de su sonrisa.
Aleksey observó un momento a su hijo, luego agarró el borde de la mesa y con trabajo viró su cuerpo hacia la izquierda.
—Anne—dijo en voz alta—. ¿Cómo van esas chuletas?
Se oyó un movimiento de trastos, cajones que se abrían y cerraban, pero ninguna repuesta.
Aleksey se acomodó en la silla de ruedas y exhaló con pesadez.
—Bebamos un poco más—dijo, y se empinó el vaso.
A pesar de los medicamentos la enfermedad era implacable. La espalda se le empezaba a curvar, las articulaciones del hombro y del codo lo hacían retorcer de dolor en las madrugadas; sus manos, ya deformes, parecían las raíces bulbosas de un árbol enfermo. La batalla la tenía perdida, le explicó el médico, era inevitable. Tan solo podían controlarla, hacer que el deterioro fuera paulatino. Al principio Aleksey se había resistido, buscado una segunda, después una tercera opinión; no era posible que eso le estuviera pasando a él. Anne había estado a su lado, traduciendo lo que él no entendía, porque a pesar de tantos años en Holanda, había expresiones que se le escapaban.
Se limpió la garganta y dijo:
—¿Por qué no enciendes la TV, Volodya? El control está ahí, en el segundo cajón.
Vladimir se levantó y dio los tres, cuatro pasos que lo separaban de una cómoda, abrió un cajón y después de revolver unos papeles, cogió el control y extendió el brazo hacia el televisor. La imagen de un campo de futbol apareció en pantalla y Aleksey aprovechó la voz de un comentarista que llenaba de pronto la sala para dirigirse a su hijo.
—No te quedes ahí. Ve y ayuda a tu madre.
—¿Y qué te parece si vamos juntos?
—¿Qué dijiste?
Edwin lo miró directo a los ojos, casi sin parpadear.
—Esto me aburre—dijo Vladimir—. ¿Podemos ver otra cosa?
Edwin se levantó y caminó hacia la cocina.
—Claro—respondió Aleksey—. Lo que te dé la gana.
Recargó el codo en el apoyabrazos de la silla de ruedas y respiró profundo. Mientras observaba imágenes de verdes y amplias praderas, con antílopes y zebras que aparecían en pantalla un momento, luego eran devoradas por leones o cocodrilos que se retorcían en el fango, seguidos por autos de fórmula uno o vídeos musicales, se quedó pensativo. Hacía el esfuerzo por comprender a su hijo. ¿De dónde venía ese rechazo? Tal vez era la edad, el inicio de su vida de adulto, la búsqueda de su lugar en el mundo. Aleksey sabía bien lo que era vivir ese tipo de crisis. Con el alma llena de sueños había dejado a su familia en Tatarstán, una familia de origen mixto, con amistades en el Partido, lo que le permitió ir a estudiar a Petrogrado, luego a Tallin, por la época en que la Unión Soviética era un collage de rostros y lenguas, un mar de naciones distintas. De adolescente había sentido desconfianza, incluso desprecio hacia el control de Moscú, las represiones que venían desde hacía mucho tiempo, la intolerancia que había hecho masacrar tantas minorías. En Petrogrado descubrió que el sentimiento tal vez no era infundado cuando un compañero ruso le escupió en el rostro y lo llamó hijo de perra, rata turca come mierda. Y eso había sido solo el comienzo.
Vladimir encontró un canal donde mostraban a un grupo de mujeres tumbadas en la nieve, exhalando vapor, cada una con la mirada concentrada detrás de un rifle.
—Competencia de biatlón. ¿Te parece bien?
Aleksey asintió con la cabeza.
—Estás en tu casa.
Oyó las voces de Anne y su hijo, cómo reían con placer, tal vez algún pequeño accidente de cocina, manchas de aceite en la camiseta de Edwin. Con su mano buena, cogió la botella de vodka y se sirvió un poco más. Se llevó el vaso a los labios y por encima del borde observó a Tanya, lo fino de sus rasgos, lo largo de su cuello. De perfil le recordó a Mari, su compañera de clase en Estonia, los paseos que habían hecho por las noches a lo largo del malecón, el frío de enero cortándole la piel del rostro.
Bebió otro poco y fijó la mirada en las figuras esbeltas que aparecían en pantalla, ángeles que exhalaban nubes de vapor, piernas musculosas que avanzaban sobre la nieve, pero su mente estaba en otra parte. ¿Cuántos años hacía ya desde entonces? Recordó sus primeros días en Tallin, la sorpresa que se llevó al ver cómo la gente local no ocultaba su desdén hacia todo lo que fuera soviético, sin excusas, sin deseos de entender sutilezas de origen. «Soy Tártaro», había tratado de explicar al principio, casi siempre en vano. Lo ignoraban, le arrojaban huevos cuando caminaba de la mano de Mari de regreso de la universidad. «Deja a nuestras mujeres en paz», le gritaban. En la facultad de ingeniería tuvo riñas con varios nacionalistas, golpeó y fue golpeado, y para su sorpresa, más de una vez fue rescatado por compañeros rusos. Fue así como conoció a Vladimir.
Negó un poco con la cabeza y suspiró.
De pronto Vladimir subió el volumen del televisor.
—Liosha, mira.
En la pantalla, bajo un cielo prístino azul y rodeado de banderas de la Federación Rusa que ondeaban al aire, un hombre fornido y de rostro angular daba un discurso.
—No les tiene miedo—dijo Vladimir—. Sanciones, sanciones, sí, ya pueden ver cuánto le importan sus malditas sanciones.
—Falta ver las consecuencias de la insurgencia en el este—dijo Aleksey—. Más aún con lo que acaba de pasar.
Vladimir empezó a tararear himnos marciales rusos.
—No creo que hayan sido los rebeldes—dijo Aleksey—. No llegarían a ese extremo. Es demasiado.
—¿Qué ocurrió?—preguntó Tanya.
Anne entró al comedor con guantes de cocina en las manos.
—¿Por qué tanta bulla?—preguntó mientras colocaba el recipiente refractario sobre la mesa—. Está muy alto el volumen.
—Anda, Volodya, apaga eso—dijo Aleksey—. Hora de comer.
—Papá, ¿qué es lo que ocurrió que es muy grave?—insistió Tanya.
—Un avión de pasajeros—dijo Vladimir y apagó el televisor, caminó hacia la mesa—. De Amsterdam a Malasia. No sé sabe bien cómo o porqué.
Anne hizo una mueca y su rostro se arrugó como una hoja seca.
—Por favor—dijo—. No quiero hablar de eso ahora.
Edwin apareció a un lado de ella y colocó sobre la mesa una olla con patatas guisadas en salsa de tomate y romero.
—Huele delicioso, mamá.
—Quieren culpar a los rebeldes—continuó Vladimir—. Eso es lo que siempre hacen, buscan pretextos para sus políticas que llaman democráticas. Lo mismo cada vez. ¿A quién creen que engañan?
Anne exhaló y viró la cabeza hacia su esposo.
—Cambiemos de tema—dijo Aleksey.
Anne sonrió, colocó una mano sobre la de su esposo y la acarició.
Aleksey la miró un momento a los ojos, luego se llevó con dificultad la mano a los labios y le besó los nudillos.
Se sentaron a la mesa. Edwin abrió una botella de vino y Anne sirvió las chuletas, luego cogió el plato de Aleksey y empezó a cortar la carne en trozos pequeños.
—La carne está exquisita—dijo Vladimir.
—Las patatas también—agregó Tanya.
Anne sonrió y sin levantar la vista del plato dijo:
—Hay más en la cocina así que a comer hasta que no puedan más.
Durante la cena hablaron de otras cosas: las vecinas que usaban aretes en la nariz y en las cejas, la piel cubierta de tatuajes y el olor a marihuana a toda hora; los perros enanos y artríticos del piso de abajo, sus ladridos eternos. Por encima del borde del vaso, Aleksey observaba a su hijo, lo estrecho de sus hombros, lo tupido de las pestañas; se parecía tanto a Anne. Se preguntó lo que pensaría de la situación en Ucrania y que se empezaba a reflejar en una tensión silenciosa entre ellos. De niño le gustaba repetir las conjugaciones en ruso, una por una, y no descansaba hasta que fueran todas perfectas. En las olimpiadas y mundiales de futbol, se vestía con su jersey rojo y blanco, se ponía de pie y cantaba el himno; parecía haber sido ayer. ¿Por qué habían cambiado las cosas? Aun antes de que llegara la enfermedad, Edwin había dejado de hablar en ruso con él, tronaba la boca y se quejaba de lo que pasaba en Moscú, el horror de la represión a los disidentes, más que todo le enfurecía cuando maltrataban a algún activista. Ahora, cada vez que contaba una de sus viejas historias, los peligros enfrentados bajo la nieve, Edwin bostezaba o fingía que iba al baño y no regresaba más a la mesa. Tal vez era su culpa, pensó, por haber aceptado con tanta facilidad la vida en Holanda, por no haber insistido en que pasara más tiempo con sus abuelos mientras estaban con vida.
Por segunda o tercera vez, Edwin sacó el móvil de su pantalón, revisó la pantalla y lo volvió a guardar.
—¿Esperas una llamada, cariño?—preguntó Anne.
Edwin negó con la cabeza, se llevó el vaso a la boca y bebió un poco de agua.
—Pues pareciera que sí, siempre con esa cosa en la mano. Tu hijo es una persona importante— dijo Aleksey.
Hubo un momento de silencio, luego Anne ofreció el postre y preguntó si alguien quería café; todos excepto Tanya dijeron que sí. Aleksey recargó los antebrazos sobre la mesa y con una sonrisa dijo:
—Tanya, perdona que te pregunte pero no puedo evitarlo.
—Claro que puedes—dijo Edwin entre dientes.
Aleksey pretendió no escucharlo.
—Es tu segundo año de universidad, ¿cierto?
—Primero—corrigió Tanya.
Aleksey asintió con la cabeza, complacido. Meneó un poco la cucharilla en su café. —¿Y tienes novio?
Tanya volteo a ver a su padre y se rió. Edwin exhaló con fastidio.
—Aleksey—dijo Anne con voz reprobatoria—. ¿Ya vas a empezar?
—Anda—dijo Vladimir, como animando a su hija—. Somos familia.
Tanya meneó la cabeza, divertida. —No, no tengo.
Edwin hizo la silla hacia atrás y se levantó.
—Espera—exclamó Aleksey—. ¿Por qué te vas? No hemos terminado.
Edwin se quedó un momento de pie, la mirada hacia el frente; parecía estar apretando los dientes.
—Cariño, ¿tienes algo qué hacer?—preguntó Anne—. Quédate un poco más. Estoy segura que tu padre cambiará de tema.
Aleksey se llenó los pulmones, luego murmuró algo que debía significar un sí.
Edwin se sentó.
—Sí—dijo—. Podríamos hablar de otro tema. Por ejemplo el de la masacre que comienza. Será otra Chechenya y a nadie le importa.
Aleksey se inclinó sobre la mesa, entrecerró los ojos.
—¿Qué dijiste?
Edwin no respondió.
—Déjalo, Liosha, no vale la pena—dijo Vladimir—. Esta juventud europea cree que lo sabe todo.
—Hay helado de vainilla en la nevera. Ron con pasas también. ¿Alguien quiere?—preguntó Anne.
—Edwin, te estoy hablando—insistió Aleksey.
—¿Para qué me preguntas si solo quieres escuchar un tipo de respuesta?
—¿Y cuál es ese tipo de respuesta?
Anne se levantó. —Edwin, ayúdame a traer los platos a la cocina.
—¿Crees que es injusto?—continuó Aleksey—. La mayoría de esa gente quiere ser parte de Rusia. Todos aquí hablan de democracia, les fascina dar lecciones, entonces dime, ¿por qué forzarlos a vivir donde no quieren?
—Tú siempre los defiendes. No importa lo que hagan.
—Y tú crees en todo lo que dicen las noticias aquí, sin siquiera averiguar si es verdad o no. ¿Por qué? Eso es lo que quisiera saber.
— Es obvio, ¿no lo ves? Yo nací aquí, crecí aquí, respiro la libertad. Jamás podría vivir en un país como Rusia.
—Los dos se calman—dijo Anne en voz alta. Luego se llevó una mano a las sien y comenzó a masajearse. —Me dan dolor de cabeza.
Cuando Anne regresó de la cocina con los botes de helado, Aleksey miró su reloj y dijo:
—Ya casi son las nueve, Volodya. Veamos las noticias.
Vladimir cogió el control y encendió el televisor.
—¿Y Edwin?—preguntó Anne.
—No me preguntes—dijo Aleksey, e hizo un gesto con la mano—. Quizá en el baño o en su bunker avergonzándose aún más de mi—se encogió de hombros—. No me mires así. Su móvil empezó a vibrar y se fue. Yo qué sé dónde se ha metido.
Anne servía un poco más de café cuando Edwin entró al comedor con el cabello un poco revuelto, los ojos inyectados de sangre. Se sentó a la mesa y se llevó una cucharada de helado a la boca.
Anne se viró a observarlo.
—Cariño, ¿te encuentras bien?
Edwin no respondió. Se llenaba la boca de helado, cucharada tras cucharada.
—Tienes los ojos un poco irritados—dijo Anne.
Edwin deslizó su copa hacia ella. —Más helado por favor.
Aleksey carraspeó, luego se inclinó un poco hacia el frente.
—Tanya, ¿por qué no acompañas a Edwin a dar un paseo por el parque? Estoy seguro de que un poco de aire les caería bien a los dos.
Edwin levantó la cabeza y lo miró directo a los ojos.
—A ti nada te detiene, ¿verdad? ¿Y si te dijera que no me atraen las mujeres? ¿Alguna vez te has preguntado eso?
Aleksey no respondió. Su rostro se veía pálido, los labios resecos. Parecía más encorvado que nunca.
En la televisión se anunciaba el inicio del noticiero, los titulares del día, empezando por los restos del avión caído, las víctimas que empezaban a ser identificadas. Edwin empezó a sollozar.
—Eso no cambia nada—dijo Anne y colocó una mano sobre la de Edwin, una lagrima descendiéndole por la mejilla—. Eres nuestro hijo.
Edwin se llevó las manos al rostro. —No entiendes nada, mamá.
—Créeme que sí, hijo. Claro que entiendo.
Edwin se levantó de la mesa y su silla azotó contra el piso. —¿Y cómo vas a entender algo así?—dijo y extendió el brazo hacia el televisor—. Dime cómo puedo yo entender algo así. En ese avión iba mi novio.
Aleksey lo vio dar la vuelta y perderse en la oscuridad del pasillo.
—Parece que ya averiguaron quién fue el culpable—dijo Vladimir en voz baja, luego chasqueó la lengua—. Cualquiera puede cometer un error, sobre todo en la guerra.
Diminuto en su silla, con un tremor en el párpado, Aleksey observó el televisor hasta el final del noticiero. En su copa, llena todavía hasta el borde, el helado comenzaba a derretirse.

*Este cuento forma parte del segundo libro de Mauricio Ruiz, Silencios al sur, publicado por la editorial mexicana Felou. Agradecemos al autor su autorización para publicarlo íntegramente.