Confesiones criminales… en Colombia

Como parte del proceso para desmovilizar a los paramilitares colombianos, éstos debían deponer las armas y confesar sus crímenes –desapariciones forzadas, masacres, descuartizamientos– ante una comisión judicial a cambio de que sus penas fueran reducidas y no rebasaran los ocho años de prisión. Las sesiones de dicha comisión –algunas de las cuales fueron reseñadas en el documental Impunidad– expusieron con toda su crudeza el drama de los familiares de las víctimas y el apoyo que los paramilitares recibieron de oficiales de las fuerzas armadas, empresarios y políticos. Pese a todo, 98% de los homicidas quedó sin castigo…

BRUSELAS.- El documental Impunidad inicia con la cruda narración de una mujer acerca de cómo hombres armados asesinaron a su hermanito de 12 años, mientras jugaba con otros niños en un árbol a orillas de un río.

Conforme avanza en su relato, el dolor del recuerdo va carcomiendo la firmeza de sus palabras hasta llevarla al borde de las lágrimas:

“Le cortaron totalmente la cabeza. Llegó la noche y no aparecía ningún organismo (del Estado) para hacer el levantamiento (del cadáver). No lo quise dejar allí (…) Levanté el cuerpo y mi mamá llevó la cabeza hasta la casa. Lo metimos en su camita, le limpiamos la cara. Como a la hora llegaron el ejército y la policía (…) No sé cómo, ni bajo la influencia de qué, una persona es capaz de hacer eso: no es a una persona a la que matan, es a toda la familia. Por muchos tratamientos psicológicos, uno no es capaz de reponerse; ya van a ser 12 años de que ocurrió el crimen y todavía se revive muy fácilmente, duele, nunca se borrará de la mente.”

–¿Pides justicia? –le pregunta el periodista colombiano Hollman Morris, realizador junto con Juan José Lozano del documental que fue presentado el pasado 19 de octubre en el Parlamento Europeo.

–¿Con que se va a reparar eso? ¿Con qué se va a poder pagar? No hay con qué repararlo –responde la mujer.

El documental es duro. Muestra las atrocidades perpetradas por las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), el temible grupo paramilitar asentado en el norte del país: pueblos arrasados, cuerpos descabezados, pilas de cadáveres, familias que huyen despavoridas de sus hogares…

La cámara de Hollman registra el momento en que, “a finales de los noventas”, hombres de las AUC entran a “liberar” el poblado de Puerto Lleras. Reúnen a los habitantes en la plaza central y el jefe paramilitar advierte: “Preferimos que en un pueblo donde viven 500 personas queden 495, y no 500 en problemas por cinco (ligados a la guerrilla) que no sirven”.

Resulta también impactante la temática central del filme: el suplicio emocional que significó para las víctimas la implementación, a partir de 2005, de la Ley de Justicia y Paz, promovida por el presidente Álvaro Uribe para facilitar la desmovilización de las AUC. Éstas habían sido integradas a la lista de grupos terroristas de Estados Unidos, país más sensible al tema después de los atentados del 11 de septiembre de 2001.

Se supone, explica el documental, que la condición para que un paramilitar pudiera reinsertarse a la vida civil era deponer las armas y confesar sus crímenes ante la Comisión Nacional de Reparación y Conciliación. De esta manera podría recibir una pena de prisión de cinco a ocho años.

De acuerdo con cifras oficiales, 31 mil 600 paramilitares entregaron sus armas. Sin embargo, el director de la Comisión Colombiana de Juristas, Gustavo Gallón, señala en el documental que el gobierno presentó ante la fiscalía únicamente a 3 mil 600 personas para ser procesadas por crímenes contra la humanidad y, peor aún, apenas 100 habían comparecido. “El resto, el 98%, ha sido dejado en la impunidad total”, afirma.

Sufrimiento

Las comparecencias de los paramilitares se efectuaron en tribunales, alcaldías y otros edificios públicos, dentro del marco de las llamadas Unidades Nacionales de Fiscalías para la Justicia y la Paz, cuyo objetivo era “censar cada crimen, desaparición y masacre”, identificar a los cómplices, instruir una acusación y determinar la reparación a los afectados.

El proceso resultó lacerante para las víctimas: éstas eran instaladas en otra sala del tribunal y desde ahí debían proporcionar los datos de su familiar desaparecido o asesinado al paramilitar que comparecía y a quien sólo podían observar en una pantalla.

El documental muestra partes de varias comparecencias, casi siempre desde los lugares donde las seguían las víctimas. En una de éstas comparece el jefe paramilitar Hernán Giraldo Serna, alias El Viejo, quien en 1991 fue sentenciado en ausencia a 20 años de cárcel por la masacre de 20 campesinos en 1988. Hay escenas desgarradoras; cuando puede, Serna evita llamar a las atrocidades por su nombre.

Una mujer quiere saber dónde quedaron su esposo y sus dos pequeñas cuñadas; cuando una pantalla de la sala expone las fotografías de las muchachitas, la mujer rompe en llanto.

El paramilitar contesta fríamente que “no tiene conocimiento del caso”.

En su turno, otra mujer es incapaz de articular una palabra. Le tiemblan las manos, mientras que una psicóloga le dice que tome aire y trate de tranquilizarse, pero la mujer está en shock y la procuradora de turno –encargada de los interrogatorios y de integrar el expediente– continúa con otro caso.

Una señora pregunta por la suerte de su esposo y su cuñado, desaparecidos cuatro años antes en la zona de La Aguacatera. Suplica que le entreguen los cuerpos o le indiquen dónde están enterrados.

“Yo no di la orden de esos muchachos. ¿Se cometieron errores? Sí; ¿hubo accidentes? Sí. Es lógico, en tanto tiempo de guerra que estuvimos. Fueron casi 30 años. Pero este caso yo no lo mandé hacer”, replica el jefe paramilitar.

Más adelante su confesión sepultó todas las esperanzas de las víctimas: “La mayoría de la gente está muerta. A los campesinos los enterramos en el campo. Me da tristeza porque nosotros no lo queríamos hacer (…) pero la guerrilla nos arrinconó a ese sector y nos llevó a la guerra, y ahí hubo muchas personas inocentes que murieron, incluso niños, y uno lo lamenta”.

Otra impresionante comparecencia es la de Ever Veloza García, alias Comandante HH, quien confesó unos 3 mil crímenes. La procuradora narra la historia, ocurrida el 17 de enero de 1996, de Luis Eduardo Cubides, un campesino que fue capturado camino a su rancho por paramilitares: “Fue amarrado, torturado, le cortaron los brazos y el abdomen exponiendo sus órganos internos, antes de ser castrado; su cabeza fue cortada al igual que una oreja, que sus agresores se llevaron consigo como prueba del hecho para recibir posterior pago por matar al dirigente del partido Comunista”.

El Comandante HH reconoció, sin aflicción alguna, que las AUC habían desmembrado y decapitado “cantidad de personas”, supuestamente ligadas a las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) o al Ejército de Liberación Nacional (ELN), porque esa era una “práctica muy utilizada para aterrorizar a las poblaciones” controladas por esas organizaciones guerrilleras.

Complicidades

En julio de 2007 –dos años después de entrada en vigor la ley– ningún proceso judicial había iniciado. Un grupo de 80 funcionarios de la Unidad Nacional de Fiscalías para la Justicia y la Paz, junto con procuradores y antropólogos legistas, se enfocaron a la búsqueda de las fosas comunes sobre un territorio tan grande como el tamaño de Francia, Alemania y España juntas: “Un cementerio clandestino inmenso”, define el documental.

Interrogado por la procuradora, el Comandante HH comenzó a dar detalles comprometedores para las autoridades, los cuales registra el filme.

“Ahí hay una gran responsabilidad de la fuerza pública –dice–. Había homicidios todos los días y les suben los índices de inseguridad a los comandantes de la policía o del ejército. Entonces comienzan a ser presionados por sus jefes más altos, los medios de comunicación, instituciones gubernamentales u organizaciones no gubernamentales porque están sucediendo esos hechos delante de ellos.”

Prosigue: “Entonces ellos (la policía y el ejército) comienzan a solicitarnos que enterremos a los muertos para que ese índice no se suba tanto. Es ahí donde comienza a operar y crecer ese modo de las fosas comunes”.

En este caso es un procurador quien le pide los nombres de los jefes militares “aún en vida” que apoyaron sus actividades criminales en Calima y Urabá. Menciona que un general, Rito Alejo, “fue uno de los grandes impulsores en el país de las AUC”, y “permitía a sus tropas libremente patrullar y operar con nosotros; mientras que en Urabá, dijo, el capitán Carvajal “patrullaba conmigo como un miembro más de las AUC”.

En otra audiencia del mismo caso, Veloza refiere que en Curulao mataron a dos guerrilleros en un enfrentamiento. Llegó un teniente y disparó a los cuerpos en los huecos dejados por las balas de los paramilitares para después reportarlos como muertos en combate con el ejército.

Más atroz aún: los paramilitares reclutaban muchachos, los uniformaban y los ejecutaban. Luego entregaban los cuerpos al coronel Duque del ejército colombiano “para que pudiera decir que estaba dando resultados contra las AUC”.

En ese momento una procuradora interrumpe a Veloza y decreta un receso de 10 minutos para que se retire la prensa de la sala.

A principios de 2008 ya habían sido divulgados los nombres de varios mandos policiacos y militares que habían permitido o participado en diversas masacres a lado de las fuerzas paramilitares.

En abril de ese mismo año, 28 congresistas fueron arrestados por presuntos vínculos con la estructura paramilitar. También se giró orden de arresto contra Mario Uribe, expresidente del Senado y primo del propio presidente, quien pidió asilo político en la embajada de Costa Rica.

Para detener la fuga de información, la noche del 12 al 13 de mayo de 2008, “sorpresivamente”, el presidente Uribe extraditó a Estados Unidos a 14 comandantes paramilitares desmovilizados, acusados de tráfico de drogas y lavado de dinero.

Uno de los últimos jefes paramilitares en ser extraditados fue Veloza, el 5 de marzo de 2009. Antes, alcanzó a confesar que “había muchos intereses particulares (en mantener la guerra), tanto de los hermanos Castaño (dirigentes de las AUC), como de políticos, empresarios, militares”.

Explicó, por ejemplo, el origen del conflicto en Urabá, Antioquia, una zona económica estratégica que controlaba la guerrilla. Aseguró que la orden era “liberar” esa región, reactivar la industria bananera, prohibir las huelgas, eliminar sindicalistas y, todo ello, en “colaboración” con “todas” las empresas del ramo: Uniban, Banacol, Chiquita, Dole…

“Nosotros no llegamos a una región por azar –testifica Veloza en el documental–; cuando llegábamos era porque ya había un acuerdo con empresarios y gente de la región: empresarios bananeros, pero también azucareros. Nos apoyaban pesqueras como Incolpesca, ganaderos, familias ricas. Nos financiaban también latifundistas de Cauca, los barcos que entraban con contrabando nos pagaban una cuota mensual, los comercios de Turbo nos colaboraban, los aserraderos de la zona de Piñal, los comerciantes de Pueblo Nuevo, políticos de toda clase…”.

(Artículo publicado en la edición del 12 de Noviembre de 2011 de la revista PROCESO)